Por Enrique Gavilán (@enriquegavilan)
Los pequeños detalles cuentan. Son los que definen a las personas, los que nos hacen reconocer a los demás como lo que son, los que proporcionan carácter a los espacios en los que trabajamos o nos movemos en la intimidad. Un músico, por ejemplo, dota a sus canciones de arreglos que son inconfundiblemente suyos, aunque casi nadie sepa definir cuál es en definitiva su estilo. Igual sucede con la cocina: los mismos ingredientes, las mismas recetas, pero la comida de nuestra madre no es comparable a nada en el mundo. Algo tiene que lo hace singular, único, diferente, aunque sea casi invisible a nuestros ojos. Intuitivamente estos detalles nos hablan de una persona y de su forma de entender el mundo, acercándonos a ella o haciéndonos sentir repulsión: es algo casi emocional, y como tal resulta difícil definirla con palabras.
La consulta de un médico es nuestro hábitat natural. Ahí pasamos la mayor parte de un día de trabajo, a veces más incluso que el propio descanso nocturno o que el tiempo que dedicamos a la vida familiar. Dicen mucho de cómo es el médico la disposición de la mesa y la camilla de exploración, la orientación de la pantalla del ordenador, el porcentaje de espacio que representan los espacios que ocupan médico y paciente. Pero también los detalles, como la planta de calathea que conservamos en la puerta de la consulta a pesar del criterio del inspector jefe (que considera que puede ser fuente de infecciones y de tétanos) y que es regada y adecentada diligentemente por las mujeres que frecuentan el consultorio. Al igual que los pacientes llegan a reconocer estos detalles como parte del ecosistema de la consulta y llegan a intuir en base a ellas cómo es su médico aun sin conocerlo, también forman parte del curriculum oculto que impregna la enseñanza que un residente/estudiante recibe en su estancia docente.
La importancia de estas “pequeñas grandes cosas” no es ajena a los políticos y gerentes, que promueven la instauración de planes de humanización que convierten el mimo por estos detalles en indicadores sometidos a programas de incentivación, deshumanizando con ello las buenas intenciones, sin quererlo, paradójicamente. Tener pañuelos de papel para aliviar las penas de los desconsolados, por ejemplo, no es criterio de calidad habitual en estos planes. Y debiera serlo ya que denota sensibilidad y respeto por el sufrimiento ajeno. En épocas de desaliento y desesperanza como la actual, lo habitual es echar mano de ellos casi todos los días, varias veces. Y el solo gesto de ofrecerlos hace que la cara del desangelado cambie y encuentre un alivio, aunque sea por unos minutos. A la lágrima sucede rápidamente un atisbo, avergonzado, de sonrisa: ¡valió la pena dar el dichoso pañuelo!
Pero no vale cualquier caja de pañuelos: no los que regalan los comerciales de los laboratorios, lo siento. No más lágrimas patrocinadas, por favor. Perdemos credibilidad, sin saberlo, cuando ofrecemos pañuelos con el logotipo de un laboratorio que vende antidepresivos, cuando firmamos una receta con un bolígrafo con el lema de una estatina, o cuando permitimos que un cartel que ofrece consejos para evitar la osteoporosis, con propaganda de un laboratorio que comercializa un bifosfonato, adorne las paredes de la sala de espera de nuestra consulta. Si damos por escrito, en un papel con membrete de la marca de un nuevísimo ARA-II, las pautas para tomar los medicamentos para la tensión, entre los cuales está el propio fármaco promocionado, a continuación cortamos la consulta para atender a un comercial (“viajantes”, los llaman los pacientes, rememorando a los vendedores de crecepelo y otros remedios mágicos que iban de pueblo en pueblo hace decenios) y la semana siguiente nos ausentamos para ir a un congreso médico a gastos pagos, estamos lanzando mensajes demoledores, tanto a pacientes como a estudiantes/residentes.
Estudios cualitativos dicen que la adherencia a las recomendaciones baja cuando los pacientes son conscientes de que el médico conchaba con los laboratorios. También la confianza en la relación médico-paciente se ve menoscabada, aunque los pacientes, prudentes, no nos lo hagan saber. Y que todos nos sentimos más reconfortados cuando en la consulta del médico hay una plantita que no solo adorne sino que aporte luz, al igual que un niño se siente más dispuesto cuando el despacho de un pediatra está lleno de dibujos infantiles en vez de carteles con imágenes de niños rubios imposibles de una marca de leches comerciales.
No más lágrimas patrocinadas, por favor. No más consultas como boxes de una escudería de fórmula uno, llenas de logotipos de marcas patrocinadoras.
A Javier Padilla, Médico de Familia y Comunidades mitad madrileño mitad andaluz, promotor de la idea de los pañuelos para lágrimas no patrocinadas como indicador de calidad de las consultas de atención primaria.
Me gusta! Como siempre, un sentir habitual muy bien expresado... En mi centro, con la dichosa certificación ISO, nos han despersonalizado bastante, pero poco a poco vamos volviendo a lo humano.
ResponderEliminarGracias!
Y yo que me estaba imaginando, en este contexto de crisis, que acabaríamos llevando las batas trufadas de publicidad de productos sanitarios...para financiar nuestros puesto de trabajo mientras deconstruyen nuestra querida Sanidad Pública... ;-)
ResponderEliminarReflexiones que bastantes criticarán pero necesarias y útiles en un entorno en que aumentos de jornada, búsqueda de formas de ahorrar y conseguir,...nos roban tiempo para dedicar a pararnos, pensar, sentir, reflexionar. Agradecido estoy por escuchar a aquellos que no perdieron ese poder.
Muy bien blog y escribo super informaciones differente por la tema y tu trabajo que escribiste muchas cosas todos son muy buenas y interasantes
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