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30.10.15

Por qué leer "Hacia una psiquiatría crítica" y por qué no darme libros después de medianoche

El pasado miércoles 28 de octubre tuve el placer de intervenir en las jornadas "Psiquiatrías críticas, salud mental alternativa. El papel de las publicaciones en tiempos de crisis" organizadas entre la AMSM, la revista Átopos, Grupo 5 y el CSIC.

Me encargaron que comentara "Hacia una psiquiatría crítica", de Alberto Ortiz, libro que no puedo recomendar más encarecidamente; así como que leáis la excelente crítica que le hicieron los compañeros de postPsiquiatria en este post.

Aquí tenéis el texto de mi intervención: 


Gracias por invitarme a participar en estas jornadas, para mí es un placer comentar Hacia una psiquiatría crítica, libro que considero imprescindible; no solo por lo que contiene sino por todo el debate que abre. De ahí que el título “Hacia una psiquiatría crítica” le haga justicia, y deje al lector con ganas de construir para conseguir pensar y trabajar “Desde una psiquiatría crítica”.

En verdad este libro puede condensarse en tres palabras, primero no dañar. Esto que a priori parece tan sencillo no lo es tanto. Es el arte de no empeorar el curso de los acontecimientos, de modo que “el remedio no sea peor que la enfermedad”. Alberto describe muy bien en el libro que por mucho que a uno le escueza se puede hacer iatrogenia (ese daño que se hace cuando se pretende hacer un bien) tanto con los fármacos, como con la psicoterapia, como con los recursos de rehabilitación, etc. Es entonces la prevención cuaternaria el conjunto de acciones que pretenden evitar la actividad innecesaria pero también paliar y revertir el daño inherente a la actividad sanitaria necesaria.

En mi caso personal, la lectura está condicionada por uno de los autores, Juan Gérvas. Juan fue la primera persona que me explicó el concepto primero no dañar, la primera que me explicó qué era eso de la prevención cuaternaria y fue la primera persona a la que escuché la famosa frase [corregido: originalmente de Sydney Burwell, decano de medicina en Harvard] que dice “sabemos que la mitad de lo que se enseña en las facultades de medicina es falso, el problema es que no sabemos qué mitad es”. De alguna manera desde esa mentalidad está escrito no sólo el capítulo de Juan, sino todo el libro: llamando a pensar y actuar desde la prudencia. El discurso de la prevención cuaternaria, la no iatrogenia y el primero no dañar no es ni mucho menos nuevo en medicina; de hecho vertebra los debates actuales en Atención Primaria o Salud Pública. Sin embargo trasladar todo ese lenguaje, esas dudas éticas y esa madurez científica al campo de la salud mental, con todas sus particularidades, tiene un enorme mérito que tenemos que agradecerle a Alberto.

Precisamente por eso se convierte en un libro (como imagino lo son muchos de los libros presentados hoy), que no busca ir en la vanguardia del conocimiento y dar “una solución definitiva” sino que cuadra más como un producto de lo que Boaventura de Sousa Santos llama la “intelectualidad de retaguardia”: He escrito muchas veces que el papel del intelectual no es estar en la vanguardia, es ir en la retaguardia: es acompañar a los movimientos, ver dónde están sus debilidades, darles más información acerca de aquello que sucede en otros lugares con buenos o malos resultados; aquello que les puede fortalecer; aquello que les puede perjudicar. Caminar con aquellos que caminan más despacio, como dice el subcomandante Marcos. Es, por lo tanto, un papel de retaguardia, de facilitador, y no propiamente de guía.

Y como producto de la intelectualidad de retaguardia, Hacia una psiquiatría crítica trae reflexiones pero sobre todo trae preguntas.

Podemos definir la psiquiatría desde mil perspectivas (biologicista, antipsiquiátrica, postpsiquiátrica, constructivista) pero desde todas ellas es fácil ver que si en un aspecto es indudablemente potente es en la capacidad de hacer iatrogenia.

Este libro y esta psiquiatría se hacen en un contexto social en el que el disease mongering (la promoción de enfermedades) campa a sus anchas en las consultas, en los medios de comunicación, en las conversaciones de bar y en la codificación cultural que permite a los individuos definir quién son. Uno escoge los yogures que come no por su sabor sino porque bajan el colesterol; escoge sus actividades de ocio en base a si tienen “beneficios psicológicos”, desde hacer yoga a runningcorrer con mallas fosforescentes; o uno encuentra más fácil hacerse vegetariano/vegano por supuestas ventajas nutricionales y de salud que por argumentos ideológicos como la disminución del sufrimiento animal o la sostenibilidad del medio ambiente.

No sólo en lo que refiere al cuerpo; el lenguaje coloquial se ha ido transformando de tal modo que es difícil hablar del sufrimiento propio sin utilizar términos concebidos para la clínica. Del mismo modo que es difícil hablar de refugiados o movimientos migratorios sin utilizar metáforas hídricas (flujo, avalancha, oleada), lo cual cosifica y da una connotación “natural” a esos éxodos humanos, resulta muy difícil hablar del malestar propio sin psiquiatrizar/psicologizar el discurso. La palabra “tribulaciones”, por ejemplo, ha desaparecido por completo del lenguaje habitual. El discurso de la salud como obligación se ha apropiado del sufrimiento y lo encauza hacia la superación individual (medicalizada o no) sin que quepa otra respuesta o sea fácil ponerla en palabras.

En ese contexto, la salud, que, como decía Iván Illich, ha dejado de ser un bien innato para convertirse en una promesa inalcanzable, no deja de ser una de esas zanahorias colgadas de un palo que mantienen al burro moviendo la noria. Por supuesto que la salud como responsabilidad individual, desprovista de determinantes sociales, no es la única zanahoria del sistema en que vivimos: también lo son el mandato de felicidad individual a través del consumo y la promesa de que la rueda capitalista actual es la única forma de estar en el mundo y que el que no es capaz de seguirla está enfermo.

En ese mundo se encuentran profesional y usuario. Decía Jose Luis Turabián que el médico de familia mira al mundo desde la mirilla de la consulta. En salud mental sucede algo parecido solo que, precisamente por nuestra idiosincrasia, el relato social, de clase, de género, cultural, político, cristaliza de forma más evidente. Y precisamente desde ahí surge uno de los aspectos más relevantes de este libro y es el planteamiento de la Indicación de no tratamiento.

Indicación de no tratamiento es aquella intervención por la que acordamos con el paciente no intervenir). Dada la paradoja de intervenir para no intervenir la Indicación de no tratamiento no deja de ser, en palabras del autor, una minipsicoterapia de una sesión de duración orientada a resignificar la demanda.

No hay duda de que la psiquiatrización de la vida cotidiana y la lectura del malestar social como “algo a sanar” deben ser desmontadas y resignificadas; y el arte de cómo y cuándo hacerlo en el contexto de la atención sanitaria pública abre un debate que sin duda se mantendrá en los próximos años.

Pero cómo y cuándo no son las únicas preguntas que se abren. Uno de los principios de la prevención de la salud dice que toda intervención comunitaria debe tener un coste oportunidad menor que no hacer nada. Recojo dos citas incluidas en el texto, por una parte, en contexto de la terapia narrativa, Jones dice “El paciente es el último autor de su propio texto” y por otra parte, Bracken formula “no hay que reemplazar la autoridad psiquiátrica por otra, sino debilitar la noción de autoridad en el campo de la salud mental”. Teniendo esto en mente, ¿qué ha de hacer el profesional cuando el paciente escoge esa narrativa medicalizante, que nosotros sabemos iatrógena? La respuesta a priori es sencilla, primero no dañar. Si el paciente escoge mantenerse en esa metáfora, por iatrógena que sea, al menos que no sea con la connivencia del terapeuta. La consulta se convierte en un espacio donde se propone otro discurso, cuaje o no.

Pero ¿qué sucede cuando la devolución de la indicación de no tratamiento se queda corta en su lectura? ¿Puede una profesión y un lugar en el mundo con tanto riesgo de iatrogenia como es la psiquiatría atreverse a devolver lecturas políticas explícitas?

Alberto menciona en el texto a Timimi, y ambos plantean que “la evangelización de la psiquiatría científica supone desplazar las formas tradicionales y locales de evaluar y experimentar el sufrimiento psíquico que tienen conceptualizadas en cada cultura”. Pero ¿qué sucede cuando la forma tradicional era tan iatrógena y tan tóxica, a su manera, como la lectura positivista? Cuando nos encontramos con el discurso “hemos venido a sufrir a este valle de lágrimas” para justificar tener a familiares enterrados en cunetas, o para asumir la explotación laboral. Qué pasa cuando las formas tradicionales de manejar el sufrimiento son “milana bonita”“si es que van provocando”. La mirilla por la que el terapeuta mira el mundo enseña a veces los engranajes más básicos del patriarcado, del odio de clase o de las diversas dinámicas de privilegiados contra oprimidos.

¿Puede una psiquiatría crítica crear un lugar en el que el terapeuta ayude a una víctima de agresión sexual a comprender que vive en una cultura en la que le han enseñado que las violaciones son como un fenómeno atmosférico, algo inevitable ante lo que hay que protegerse (sabemos en qué zonas y a qué horas es probable, pero no lo podemos evitar), cultura que deja deliberadamente en un lugar muy secundario la responsabilidad del agresor y de la mentalidad que le lleva a agredir? ¿Es posible una psiquiatría crítica en la que se construya con el paciente que esa misma mentalidad, llamada “cultura de la violación” es uno de los pilares fundamentales de las normas sociales y del sometimiento social; y que el sufrimiento de la víctima y las consecuencias del abuso sexual son parte de la función represiva que tienen esos abusos?
¿Cabe una indicación de no tratamiento que implique esa relectura? ¿O la trayectoria histórica de la psiquiatría anuncian que, por desgracia, es más probable hacer iatrogenia que beneficio, y en pro del “primero no dañar” es mejor no implicarse tanto? Leer la tensión social y los fenómenos políticos bajo el sufrimiento no deja de ser una forma de “ejercer autoridad en el campo de la salud mental”.

Ahora bien, ¿tiene sentido una Indicación de no tratamiento despolitizada?

Del mismo modo que todos los libros tienen un contexto social, también tienen un contexto individual, y en mi caso he de admitir que toda la interpretación de Hacia una psiquiatría crítica está condicionada porque simultáneamente leí un fanzine, publicado por Antipersona, llamado “Mujeres en la hoguera”, que versa acerca de la persecución y ejecución de brujas a lo largo de la Edad Media en toda Europa. No cuento nada que no sepáis: en esos años se denominó brujas a mujeres emancipadas, que tenían amplios conocimientos acerca de botánica, obstetricia, veterinaria, etc; conocimiento del que fueron desposeídas al crearse las primeras universidades, fundamentalmente masculinas, quedando relegadas ellas y su conocimiento a la exclusión social. La detección y ejecución de brujas venía ejercida por grupos itinerantes de “cazadores de brujas profesionales”, que en la mayor parte de casos documentados ejecutaban a las mujeres juzgadas. Aunque sea tramposo hacer comparaciones a través de las épocas, es fácil detectar la iatrogenia (o su equivalente histórico) ejercida por estos cazadores. Por culpa de haberme leído los dos libros a la vez, no puedo evitar pensar que unos cazadores de brujas críticos, que hubieran sido conscientes de que no hacían bien, y ante todo debían primero no dañar se habrían quedado cortos leyendo su propia iatrogenia y haciendo "indicaciones de no quema de bruja". Siglos más tarde es fácil ver que habría sido maravilloso ver a esos cazadores críticos negar la existencia de la brujería y reclamar para esas mujeres el espacio social y académico que se les estaba arrebatando.

Y tras leer Hacia una psiquiatría crítica me pregunto ¿caeremos los profesionales de la salud mental, desde el afán de no dañar, en limitarnos a inhibirnos de quemar brujas y perder la oportunidad de contribuir a una sociedad menos injusta?


Creo que esa es una de las reflexiones que arroja Hacia una psiquiatría crítica, que nos permite pensar dándole una vuelta más al concepto de prevención cuaternaria ya existente y que tenemos que agradecer enormemente a Alberto la posibilidad de plantearnos este debate.  


1 comentario:

Juan Gérvas dijo...

Efectivamente, Marta, de lo poco cierto en medicina, el viejo y básico "primum non nocere". Lamentablemente, la arrongancia médica lo olvida de continuo y con sus intervenciones empeora el curso de los acontecimientos.
Nada más duro que en el campo mental, donde las adversidades de la vida que nos curten y que forman parte integral del vivir con dignidad se conviertene en problemas de salud que hay que prevenir y tratar. Y los problemas de salud se transforman a su vez en ocasiones de negocio, no en situaciones que requieran acompañamiento respetuoso.
¡Pobres pacientes, y pobres profesionales que intentan ser honrados a su lado!
Por cierto, sobre la duda de quien dijo eso de que la mitad de lo que se enseña a los estudiantes es falso, y lo malo es que no sabemos qué mitad, la cita exacta es:
"Half of what you are taught in medical school will be wrong in 10 years’ time. This provocative statement was uttered by a former dean of Harvard medical school, Sydney Burwell. And the trouble, he said, is none of your teachers know which half.
En fin.
Un abrazo Juan Gérvas