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23.4.10

POLÍTICA E INTELIGENCIA SANITARIA. DE LA TEORÍA A LA PRÁCTICA (Y VICEVERSA)

(((El viernes 16 de Abril tuvo lugar la primera sesión de los seminarios de Innovación en Atención Primaria de este curso; aquí dejo el texto resumen escrito por Juan Gérvas)))

Si la política es el arte de lo posible, la inteligencia sanitaria sería el atributo que facilitaría a los políticos (y gestores y clínicos) la toma de decisiones valorando de forma “razonable” en un contexto de intereses y sensibilidades distintas la “evidencia” científica, los hechos probados (esto es, la mejor selección con fundamento científico). Por definición, por tanto, es un concepto relativo, específico de cada contexto, ligado a la competencia del capital humano de cada país, así como dinámico, porque depende del grado en que los distintos actores sean capaces de dar sentido a dicha “evidencia” en su propia perspectiva ética y política, analizando la información disponible sobre gestión de servicios y desarrollo de políticas sanitarias y haciéndola “accionable” (convertible en acciones).
En otras palabras, el concepto busca mejorar en un plano macro la rendición de cuentas del sistema sanitario, entendido como la totalidad de los recursos e instituciones con el mandato de promover y mantener la salud en el marco político e institucional de cada país. La inteligencia sanitaria busca lograr la combinación de información, conocimiento basado en la experiencia y actitud que facilita la selección del curso de acción óptimo en cada contexto y situación. Su objetivo es ayudar a llevar a buen término, mediante la consideración de la mejor ciencia, la adaptación del sistema sanitario a las modificaciones de la realidad social para mejorar la salud de las poblaciones y los individuos.
Los sistemas sanitarios consumen cantidades ingentes de recursos y, pese a su capacidad de respuesta y resolución de problemas, parecen haber llegado en muchos países a una “meseta” de rendimientos decrecientes en la que apenas se avanza en términos de resultados de salud mientras persisten los problemas clásicos de inequidad. Se explica, al menos en parte, por:
1/ la pobre gobernanza del sistema, en parte ligada a la escasa capacidad de comprensión del funcionamiento y devenir del propio sistema sanitario, con carencias en la obtención, presentación y uso de la mejor selección de hechos científicos para tomar decisiones y llevarlas a la práctica hasta lograr el objetivo marcado. Además, la situación se ha complicado dado el número creciente de actores con intereses sanitarios (por ejemplo, numerosas agencias y hasta casi 40.000 ONGs internacionales en el mundo sanitario). Y
2/ la insistencia en análisis y soluciones fracasadas, que en general menosprecian el componente político de los problemas sanitarios (al no tener en cuenta el juego de intereses y preferencias de los distintos actores).
La consecuencia final es una brecha entre lo que se sabe y se podría hacer y lo que finalmente se hace, tanto en política como en gestión y en clínica, perpetuando una organización compleja de respuestas poco previsibles ante los procesos de cambio de su estructura y función, nunca bien entendidos.
Somos conscientes de esa brecha y no faltan teorías, pero falta énfasis en la práctica así como investigación y análisis sobre la transferencia efectiva de la “evidencia” para la toma de decisiones. Dada la naturaleza compleja de los problemas y la existencia de los niveles macro (de sistema), meso (de institución) y micro (de relación profesional-paciente), no basta con los ensayos clínicos como “solución” y hacen falta tanto conocimiento “duro” como “blando” (estudios cualitativos, encuestas, opiniones expresadas en los medios de comunicación y en redes sociales virtuales, informes de grupos de trabajo, la blogosfera, la presión de los lobbies, etc.).
Debería huirse asimismo de actitudes arrogantes buscando una mutua tolerancia en el proceso de adaptación a las perspectivas de los demás. Este arte en la transferencia contextualizada de experiencias y enseñanzas, este tiempo de los científicos dedicado a la política, tiene escaso reconocimiento en la vida académica y profesional, lo que probablemente es un inconveniente pues los investigadores, clínicos y docentes pueden sentir que “están perdiendo el tiempo” cuando trabajan para generar inteligencia sanitaria y contribuir conjuntamente con los políticos a la gobernanza del sistema.
Políticos y técnico-científicos tienen intereses y formas de trabajo muy diferentes pero la experiencia enseña que el clima puede mejorar cuando hay 1/ conocimiento personal (y se entienden las expectativas de los otros), 2/ relación de confianza (credibilidad de cada uno en su rol), 3/ se presentan los hechos científicos resumidos e interpretados (minimizando los problemas de validez externa), 4/ se respetan las preguntas del político (hay que “traducirlas” pero no soslayarlas por irrelevantes que parezcan), 5/ se evita el abuso al “predicar” (y el exceso de carga ideológica subyacente) y 6/ se aprovechan las “ventanas de oportunidad” (ese breve tiempo normalmente definido por la urgencia de las respuestas y la corta “vida política”, en general, de los políticos).
Científicos y médicos y políticos sanitarios y otros actores tienen cada uno su fuerza derivada del valor que añaden a la marcha de la sociedad en la búsqueda del mejor curso de acción (los primeros, del conocimiento, los segundos de la representatividad por haber sido elegidos, otros por su legitimidad como usuarios, otros en fin por su importancia económica y/o social). Conviene abandonar el maniqueísmo y empezar a no ver en negro o blanco / buenos o malos la actividad política, pues lo habitual son matices de variados grises.
Es asimismo fundamental contar con información de calidad respecto a las cuestiones críticas; pues para discutir con base empírica y no simplemente ideológica es esencial definir el problema, hacer las preguntas correctas y manejar datos ciertos.
Al cabo, la mayoría de las decisiones sobre la consecución de objetivos concretos versan sobre servicios (y no sólo intenciones), siendo esencial definir quién, dónde y cuándo debe prestarlos –esto es: definir el “mix” apropiado de actividades profesionales (¿qué debe/puede hacer un médico-enfermera-farmacéutico-trabajador social-administrativo-auxiliar ante qué situación, con qué medios tecnológicos, a qué pacientes y poblaciones, dónde y cuándo? ¿cómo lograrlo en la práctica?). A partir de ahí, deberían articularse los procesos para conseguir los objetivos previstos y evaluar el desempeño del sistema en su cumplimiento). Para ello se necesita información y conocimiento, pero también colaboración de las sociedades profesionales y compromiso de los clínicos que al cabo llevan al terreno los cambios y mejoras; sin su efectiva cooperación las cosas se vuelven difíciles, por no decir directamente imposibles.
Ello es compatible con que tales sociedades y profesionales hagan labor de lobbies y se sumen (o creen) a mallas sociales para intervenir decididamente como actores legitimados en la toma de decisiones políticas cada vez más “descentralizadas”. La política tolera mal el vacío y los huecos no ocupados por sus ocupantes genuinos son pronto rellenados por otros actores, en defensa de sus perspectivas e intereses. En todo caso, la inteligencia sanitaria es fundamental para que no queden ocultos los intereses de nadie y para que el terreno de juego esté limpio, sin arenas movedizas.

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