Cuando le conocí, su pensamiento de desmoronaba una y otra vez por más que trataba de dirigírmelo y explicarme lo que sentía. Atlas tenía 18 años y los sentidos se le difuminaban para convertirse en una masa informe de sensación, vertebrada por angustia {Lovecraft seal of approval}. Un primer brote psicótico desplegando y batiendo sus alas con fuerza arrasando toda su experiencia; concediéndome el honor de presenciar su nacimiento. Fascinada y aterrada a iguales partes corrí a darle antipsicóticos, obviando las dudas científicas acerca de la necesidad de dar un fármaco que tras su administración crónica roe corteza cerebral. {Si Atlas fuera sueco habría sido mi obligación darle benzodiacepinas y dejarle a su cerebro la oportunidad de reorganizarse él solito, pero eso es otra historia y ha de ser contada en otra ocasión.}
Atlas ingresó en la unidad de psiquiatría y poco a poco sus sentidos se reubicaron, el color verde dejó de hacerle daño, la luz dejó de envenenarle, todo empezó a cobrar sentido en torno a una persona que le perjudicaba; poco a poco todo fue volviéndose gris, normal y confortablemente seguro hasta poder superar lo que los alienistas llamamos “prueba de realidad”. Atlas se curó, aunque con él se quedó un miedo a todo lo que le había pasado, soportable pero corrosivo. Se fue de alta tras dos semanas, con su dosis elevada de neuroléptico para no enloquecer de nuevo y su dosis-no-desdeñable de benzodiacepinas para esa ansiedad que le venía al pensar en cómo la verdad le había traicionado.
Han pasado las semanas y los meses y Atlas sigue asustado. Hay días en que su desazón recuerda a esos momentos en que las frases se le deshilvanaban, porque es el modo en el que la mente de Atlas experimenta ahora el desasosiego. Pero cada vez que aparece en nuestra consulta con “alteraciones formales del pensamiento” te planteas si subir el neuroléptico y las benzodiacepinas; para que Atlas esté tranquilo y vuelva a ser él. Cumple criterios; la literatura dice (o de la literatura se puede interpretar) que procede medicar más a Atlas. Que sin medicar las consecuencias pueden ser irreparables.
Hay cosas que en la consulta no quieres oír y mira, no te queda otra que oírlas. Hay cosas en los estudios que no quieres leer y haces como que no las has leído. Pero están ahí. Es relativamente sencillo intuir que quitar un antidepresivo pueda provocar una depresión. Cae casi de captain obvious que al quitar un tranquilizante como las benzos aparecerá ansiedad exigiendo su caramelo. Quítale su hipnótico a un insomne y volverá más insomne todavía (única razón por la cual no echo flunitrazepam en las cañerías de mis vecinos, por más ganas que me den).
Pero cualquier psiquiatra entra(rá) en barrena al plantearse la posibilidad de que sus sacrosantos e indispensables antipsicóticos sean los que enloquecen. Resulta que vienen Moncrieff y los Chouinard y te explican que quizá ese segundo episodio al retirar el tratamiento no sea la enfermedad resurgiendo cual ave fénix sino iatrogenia tuya a cuenta de haber descarajado el equilibrio de dopamina en el cerebro. Tú tragas saliva (tú que tienes, no como tus pacientes con neuroléptico). Mucha. Máxime si, dictadura de los criterios diagnósticos mediante, ese supuesto “nuevo episodio” aboca a mal pronóstico. Pero y si no. Psicosis por hipersensibilidad, lo llaman, planteando alternativa a la clásica explicación “necesita el fármaco, si se lo quitamos vuelve a empeorar, dejémoslo puesto otros 5 ó 50 años.”. A mí me inquieta. ¿A ti no te inquieta? Revisa si en tu casa no te están echando unas gotitas transparentes en la comida, que a veces pasa.
Hay un antes y un después del momento de tener miedo a ser tú el que está empeorando al paciente. De que quizá el paciente necesitaría un homeópata (por aquello de que necesita que no le hagan nada). Pero, no, basta, me niego. [Ruido de cristales rotos y camisas desgarradas, estruendo aprobatorio.] Atlas deliró, deliró a chorro. Y harto peor, antes de poder siquiera delirar, el pensamiento le patinaba tanto que ni a construir delirio llegaba. Y Atlas sufrió atrozmente esos días y Atlas no quiere volver a ese lugar. ¿Cómo le freno si el veneno para sus dragones es alimento para esos mismos dragones?
Canto en clave psicofarmacológica porque es donde canta mi escolanía. Pero médicos iatrógenos que olvidan que veneno es más de lo que parece, por doquier. Es bonito pensar que tu talonario de recetas, tu elegante firma y tu número de colegiado/área sanitaria, todos a coro, puedan hacer tantas cosas; desde aliviar a alguien a fundirte un presupuesto mensual de área en una sola mañana. E incluso, hay que joderse, contradecir tus propios actos terapéuticos.
Le he explicado a Atlas este despropósito. Él no quiere más neuroléptico. Le aterra recordar aquellas semanas pero le aterra tanto o más cómo se ha sentido estos largos meses y llegar a necesitar esa(s) pastilla(s) diarias que le frenan el pensamiento. Hemos acordado bajarlas, poco a poco. Hemos consensuado también que de su másqueprobable adicción a las benzos hablaremos cuando hayamos resuelto este primer entuerto. ¿Enloquecerá de nuevo? ¿A quién le echaré la culpa yo si lo hace? ¿A él por loco? ¿A mí por come-farma-flores? ¿A Moncrieff por investigar? ¿A ti por estar ahí leyendo como un pasmarote?
Sea quizá que sale de mis dedos risperidona pretendiendo funcionar como hilo de Ariadna pero se arrolla al cuello de mi paciente en vez de guiarle fuera del laberinto. O sea quizá que ya no hay tal laberinto. Yo qué sé. Lo único que está en mi carpo es tener cautela. En fin, a mí en la facultad me contaron que esto era más fácil. Ya les vale.
Que Lady Gaga (n)os acompañe…